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Brasil se consagra campeón de la edición número 46 de la copa américa


Los brasileños aguantaron su carnaval hasta el final, lo contuvieron y lo desataron solo hasta que llegó el tercer gol, el que ya no dejaba dudas, el que apagaba cualquier intento peruano, el que ahogaba la probabilidad de gesta. Fue ahí, solo hasta el minuto 90, con el 3-1, cuando los hinchas brasileños se convencieron de que eran campeones, de que nada les arrebataba esa euforia. Entonces, el Maracaná vibró con ese ritmo de carnaval que decía, con canto y baile, ‘Brasil campeón de la Copa América’.

Con el pitazo final, los brasileños desataron su locura, rompieron sus gargantas; los jugadores saltaron en el campo en un círculo de campeones, porque la historia estaba escrita, y qué les importaba ya que este Brasil no fuera una máquina de antaño si hicieron lo justo para ganar, y ganaron. Los peruanos no se derrumbaron, porque tuvieron agallas, porque dejaron la vida en ese pasto sagrado, porque buscaron hasta el final hacer la épica. Se marcharon con esa tranquilidad. 

De Perú se esperaba un juego ordenado, aplicado y, sobre todo, combativo, que resistiera esos primeros 15 minutos, como dice el manual cuando se enfrentan a un equipo superior en su casa y en una final; ese es el antimisiles del débil. Pero a los 15 minutos, justamente, en la frontera de esa estrategia, la furia brasileña, que ya era voraz, destrozó la idea peruana. Fue una combinación letal, pase de Coutinho, la habilidad de Gabriel Jesús y el centro al segundo palo donde estaba Everton, insólitamente libre, quien anotó y quitó el peso de la presión a su equipo y al país. Aunque nadie se confiaba.


El partido mantuvo la misma dinámica, avasallante de un lado, indefenso del otro, el rey con paso imponente, y Perú, aguantando patas arriba. Coutinho debió hacer el segundo y su remate pasó cerca; Firmino también pudo, y el suyo, un cabezazo, se fue por arriba. El Maracaná era fiesta, pero una fiesta apagada, contenida: no hay forma de celebrar cuando de fútbol se trata, menos en una final. Y menos cuando hubo una mano en el área de Thiago, un penalti que requirió que el árbitro lo comprobara con el VAR. Iban 40 minutos, Paolo Guerrero agarró la pelota como si fuera suya, era una oportunidad inesperada para tomar vida. Guerrero definió con tranquilidad de acero, no le importaron los chiflidos que caían desde las tribunas como flechas, pateó y anotó, 1-1.

Cualquier brasileño pudo presentir lo peor, así no lo dijera, así solo lo pensara. Pero quizá confiaban demasiado en su selección, o quizá Perú no les parecía un problema serio; el caso es que Brasil no dejó ni que se acabara el primer tiempo para poner las cosas en orden, otra vez. Fue otra tocata, de esas que aparecen de vez en cuando, de esas que hacen pensar en el lejano Brasil del pasado. Fue el turno de Gabriel Jésús de rematar y anotar, con un disparo bien acomodado, lo más lejos posible del portero, 2-1, fin del primer tiempo. La orquesta brasileña sonaba, con sus tambores y su guitarra, como una samba incesante, porque todo estaba en orden en Maracaná. 


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